diciembre 15, 2007

Gabriel Grub

Charles Dickens es conocido por todos por sus historias navideñas, a las que siempre les agregó un tinte de terror e ironía, que parece que distorsionara la visión de una época alegre y benévola, por una lúgubre y sombría; pero esto no es más que el reflejo del estado de pobreza al que constantemente tuvo que enfrentarse a lo largo de su juventud.

Esta noche, aprovechando las fechas les contaré esta historia del autor inglés, en la que la noche de Navidad, unos trasgos secuestran a un enterrador que tiene por nombre Gabriel Grub. Someto a la aprobación de la Sociedad de la Media Noche, esta historia titulada
"La Historia de los Trasgos que Secuestraron al Enterrador"

En una antigua ciudad en el sur de Inglaterra, hace mucho, pero que muchísimo tiempo -tanto que la historia debe ser cierta porque nuestros tatarabuelos creían realmente en ella-, trabajaba como enterrador y sepulturero del campo santo un tal Gabriel Grub.

Gabriel Grub era un tipo malparado, intratable y arisco, un hombre taciturno y solitario que no se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada de mimbre que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco, y que contemplaba cada rostro alegre que pasaba junto a él con tan poderoso gesto de malicia y mal humor que resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible.

Poco antes del crepúsculo, el día de Nochebuena, Gabriel se echó al hombro el azadón, encendió el farol y se dirigió hacia el cementerio viejo, pues tenía que terminar una tumba para la mañana siguiente, y como se sentía algo bajo de ánimo pensó que quizá levantara su espíritu si se ponía a trabajar enseguida.

En el camino, al subir por una antigua calle, vio la alegre luz de los fuegos chispeantes que brillaban tras los viejos ventanales, y escuchó las fuertes risotadas y los alegres gritos de aquellos que se encontraban reunidos; observó los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente y olfateó los numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendían en forma de nubes vaporosas desde las ventanas de las cocinas.

Todo aquello producía rencor y amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando grupos de niños salían dando saltos de las casas, cruzaban la carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta de enfrente, eran recibidos por media docena de pillastres de cabello rizado que se ponían a cacarear a su alrededor mientras subían todos en bandada a pasar la tarde dedicados a sus juegos de Navidad, Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango de su azadón mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta, la tos ferina y otras muchas fuentes de consuelo.

Gabriel caminaba a zancadas en ese feliz estado mental: devolviendo un gruñido breve y hosco a los saludos bien humorados de aquellos vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro callejón que conducía al cementerio y llevaba ya tiempo deseando llegar al callejón oscuro, porque hablando en términos generales era un lugar agradable, taciturno y triste que las gentes de la ciudad no gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando brillaba el sol; por ello se sintió no poco indignado al oír a un joven granuja que cantaba estruendosamente una festiva canción sobre unas navidades alegres en aquel mismo santuario que había recibido el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde la época de la vieja abadía y de los monjes de cabeza afeitada.

Mientras Gabriel avanzaba la voz fue haciéndose más cercana y descubrió que procedía de un muchacho pequeño que corría a solas con la intención de unirse a uno de los pequeños grupos de la calle vieja, y que en parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como preparativo de la ocasión, vociferaba la canción con la mayor potencia de sus pulmones. Gabriel aguardó a que llegara el muchacho, lo acorraló en una esquina y lo golpeó cinco seis veces en la cabeza con el farol para enseñarle a modular la voz. Y mientras el muchacho escapó corriendo con la mano en la cabeza y cantando una melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió cordialmente para sí mismo y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras de sí.

Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba sin terminar trabajó en ella durante una hora con muy buena voluntad. Pero la tierra se había endurecido con la helada y no era asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la pala; y aunque había luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que estaba a la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento estos obstáculos hubieran hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado y desgraciado, pero estaba tan complacido de haber acallado los cantos del muchachito que apenas se preocupó por los escasos progresos que hacía.

Cuando llegada la noche hubo terminado el trabajo, miró la tumba con melancólica satisfacción, murmurando mientras recogía sus herramientas:

- Valiente acomodo para cualquiera, valiente acomodo para cualquiera, unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado, una piedra en la cabeza, una piedra en los pies, una comida rica y jugosa para los gusanos, la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor, ¡valiente acomodo para cualquiera, aquí en el camposanto!

-¡Ja, ja! -echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida que era su lugar de descanso favorito; fue a buscar entonces su botella-. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja de Navidad! ¡Ja, ja, ja!
-¡Ja, ja, ja! -repitió una voz que sonó muy cerca detrás de él.

En el momento en el que iba a llevarse la botella a los labios, Gabriel se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo de la tumba más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil que el cementerio bajo la luz pálida de la luna.

La fría escarcha brillaba sobre las tumbas lanzando destellos como filas de gemas entre las tallas de piedra de la vieja iglesia. La nieve yacía dura y crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos apretados de tierra como una cubierta blanca y lisa que daba la impresión de que los cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que los habían enrollado. Ni el más débil crujido interrumpía la tranquilidad profunda de aquel escenario solemne. Tan frío y quieto estaba todo que el sonido mismo parecía congelado.

-Fue el eco -dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los labios.

-¡No lo fue! -replicó una voz profunda.

Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo lugar, lleno de asombro y terror, pues sus ojos se posaron en una forma que hizo que se le helara la sangre.

Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña, no terrenal, que Gabriel comprendió enseguida que no pertenecía a este mundo. Sus piernas fantásticas y largas, que podrían haber llegado al suelo, las tenía levantadas y cruzadas de manera extraña y rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en las rodillas. Sobre el cuerpo, corto y redondeado, llevaba un vestido ajustado adornado con pequeñas cuchilladas; colgaba a su espalda un manto corto; el cuello estaba recortado en curiosos picos que le servían al trasgo de gorguera o pañuelo; y los zapatos estaban curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas.

En la cabeza llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala ancha, adornado con una única pluma. Llevaba el sombrero cubierto de escarcha blanca, y el trasgo parecía encontrarse cómodamente sentado en esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años. Estaba absolutamente quieto, con la lengua fuera, a modo de burla; le sonreía a Gabriel Grub con esa sonrisa que sólo un trasgo puede mostrar.

-No fue el eco -dijo el trasgo. Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna.

-¿Qué haces aquí en Nochebuena? -le preguntó el trasgo con un tono grave.

-He venido a cavar una tumba, señor- contestó, tartamudeando, Gabriel Grub.
-¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en una noche como ésta? -gritó el trasgo.

-¡Grub, Grub! ¡Gabriel Grub! -contestó a gritos un salvaje coro de voces que pareció llenar el cementerio.
Temeroso, Gabriel miró a su alrededor sin que pudiera ver nada.

-¿Qué llevas en esa botella? -preguntó el trasgo.

-Ginebra holandesa, señor -contestó el enterrador temblando más que nunca, pues la había comprado a unos contrabandistas y pensó que quizá el que le preguntaba perteneciera al impuesto de consumos de los trasgos.

-¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una noche como ésta? -preguntó el trasgo.

-¡Grub, Grub! Gabriel Grub! -exclamaron de nuevo las voces salvajes.
El trasgo miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador, y luego, elevando la voz, exclamó:

-¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo?

Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que sonaba como las voces de muchos cantantes entonando, con el poderoso volumen del órgano de la vieja iglesia, una melodía que parecía llevar hasta los oídos del enterrador un viento desbocado, y desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la misma:

-¡Grub, Grub! ¡Gabriel Grub! El trasgo mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía:

-Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso? El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento.

-¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? -preguntó el trasgo pateando con los pies el aire a ambos lados de la lápida y mirándose las puntas vueltas hacia arriba de su calzado con la misma complacencia que si hubiera estado contemplando en Bond Street las botas Wellingtons más a la moda.

-Es... resulta... muy curioso, señor -contestó el enterrador, medio muerto de miedo-. Muy curioso, y bastante bonito, pero creo que tengo que regresar a terminar mi trabajo, señor, si no le importa.

-¡Trabajo! -exclamó el trasgo-. ¿Qué trabajo?

-La tumba, señor; preparar la tumba -volvió a contestar tartamudeando el enterrador.

-Ah, ¿la tumba, eh? -preguntó el trasgo-. ¿Y quién cava tumbas en un momento en el que todos los demás hombres están alegres y se complacen en ello?

-¡Grub, Grub! ¡Gabriel Grub! -volvieron a contestar las misteriosas voces.

-Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -dijo el trasgo sacando más que nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus mejillas... y era una lengua de lo más sorprendente-. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -repitió el trasgo.

-Por favor, señor -replicó el enterrador sobrecogido por el horror-. No creo que sea así, señor; no me conocen, señor; no creo que esos caballeros me hayan visto nunca, señor.

-Oh, claro que te han visto -contestó el trasgo-. Conocemos al hombre de rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por la calle lanzando malas miradas a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al hombre que golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía estar alegre y él no. Lo conocemos, lo conocemos.

En ese momento el trasgo lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el aire, se quedó de pie sobre su cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que suelen sentarse los sastres sobre su tabla.

-Me... me... temo que debo abandonarlo, señor -dijo el enterrador haciendo un esfuerzo por ponerse en movimiento.

-¡Abandonarnos! -exclamó el trasgo-. Gabriel Grub va a abandonarnos. ¡Ja, ja, ja!

Mientras el trasgo se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una iluminación brillante tras las ventanas de la iglesia, como si el edificio dentro hubiera sido iluminado; la iluminación desapareció, el órgano atronó con una tonada animosa y grupos enteros de trasgos, la contrapartida misma del primero, aparecieron en el cementerio y comenzaron a jugar al salto de la rana con las tumbas, sin detenerse un instante a tomar aliento y «saltando» las más altas de ellas, una tras otra, con una absoluta y maravillosa destreza.

El primer trasgo era un saltarín de lo más notable. Ninguno de los demás se le aproximaba siquiera; incluso en su estado de terror extremo el sepulturero no pudo dejar de observar que mientras sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de tamaño común, el primero abordaba las capillas familiares con las barandillas de hierro y todo, con la misma facilidad que si se tratara de postes callejeros.

Finalmente el juego llegó al punto más culminante e interesante; el órgano comenzó a sonar más y más veloz y los trasgos a saltar más y más rápido: enrollándose, rodando de la cabeza a los talones sobre el suelo y rebotando sobre las tumbas como pelotas de fútbol. El cerebro del enterrador giraba en un torbellino con la rapidez del movimiento que estaba contemplando y las piernas se le tambaleaban mientras los espíritus volaban delante de sus ojos, hasta que el trasgo rey, lanzándose repentinamente hacia él, le puso una mano en el cuello y se hundió con él en la tierra.

Cuando Gabriel Grub tuvo tiempo de recuperar el aliento, que había perdido por causa de la rapidez de su descenso, se encontró en lo que parecía ser una amplia caverna rodeado por todas partes por multitud de trasgos feos y ceñudos. En el centro de la caverna, sobre una sede elevada, se encontraba su amigo del cementerio; y junto a él estaba el propio Gabriel Grub sin capacidad de movimiento.

-Hace frío esta noche -dijo el rey de los trasgos-. Mucho frío. ¡Traigan un vaso de algo caliente!

Al escuchar esa orden, media docena de solícitos trasgos de sonrisa perpetua en el rostro, que Gabriel Grub imaginó serían cortesanos, desaparecieron presurosamente para regresar de inmediato con una copa de fuego líquido que presentaron al rey.

-¡Ah! -gritó el trasgo, cuyas mejillas y garganta se habían vuelto transparentes, mientras se tragaba la llama-. ¡Verdaderamente esto calienta a cualquiera! Tráiganle una copa de lo mismo al señor Grub.

En vano protestó el infortunado enterrador diciendo que no estaba acostumbrado a tomar nada caliente por la noche; uno de los trasgos lo sujetó mientras el otro derramaba por su garganta el líquido ardiente; la asamblea entera chilló de risa cuando él se puso a toser y a ahogarse y se limpió las lágrimas, que brotaron en abundancia de sus ojos, tras tragar la ardiente bebida.

-Y ahora -dijo el rey al tiempo que golpeaba con la esquina ahusada del sombrero de pan de azúcar el ojo del enterrador, ocasionándole con ello el dolor más exquisito-... y ahora mostrémosle al hombre de la tristeza y la desgracia unas cuantas imágenes de nuestro gran almacén.
Al decir aquello el trasgo, una nube espesa que oscurecía el extremo más remoto de la caverna desapareció gradualmente revelando, aparentemente a gran distancia, un aposento pequeño y escasamente amueblado, pero pulcro y limpio. Había una multitud de niños pequeños reunidos alrededor de un fuego brillante, agarrados a la bata de su madre y dando brincos alrededor de su silla. De vez en cuando la madre se levantaba y apartaba la cortina de la ventana, como deseando ver algún objeto que esperaba; sobre la mesa estaba dispuesta una comida frugal; cerca del fuego había un sillón.

Se oyó que llamaban a la puerta: la madre la abrió y los niños se amontonaron a su alrededor, aplaudiendo de alegría, cuando entró el padre. Estaba mojado y fatigado. Se sacudió la nieve de las ropas mientras los niños se amontonaban a su alrededor agarrando su manto, sombrero, bastón y guantes con verdadero celo y saliendo a toda prisa con ellos de la habitación. Después, mientras se sentaba delante del fuego y de su comida, los niños se le subieron en las rodillas y la madre se sentó a su lado y todos parecían felices y contentos.

Pero se produjo, casi imperceptiblemente, un cambio de la visión. El escenario se alteró transformándose en un dormitorio pequeño en donde yacía moribundo el niño más joven y hermoso: el color sonrosado había huido de sus mejillas y la luz había desaparecido de sus ojos; y mientras el sepulturero lo miró con un interés que nunca antes había conocido o sentido, el niño murió.

Sus jóvenes hermanos y hermanas se apiñaron alrededor de su camita y le cogieron la diminuta mano, tan fría y pesada; pero retrocedieron ante el contacto y miraron con temor su rostro infantil; pues aunque estuviera en calma y tranquilo, y el hermoso niño pareciera estar durmiendo, descansado y en paz, vieron que estaba muerto y supieron que era un ángel que los miraba desde arriba, bendiciéndolos desde un cielo brillante y feliz.

De nuevo la nube luminosa traspasó el cuadro y de nuevo cambió el tema. Ahora el padre y la madre eran ancianos e indefensos, y el número de los que les rodeaban había disminuido a más de la mitad; pero el contento y la alegría se hallaban asentados en cada rostro, brillaban en cada mirada, mientras rodeaban el fuego y contaban y escuchaban viejas historias de días anteriores ya pasados.

Lenta y pacíficamente entró el padre en la tumba, y poco después quien había compartido todas sus preocupaciones y problemas le siguió a un lugar de descanso. Los pocos que todavía les sobrevivían se arrodillaron junto a su tumba y regaron con sus lágrimas la hierba verde que la cubría; después se levantaron y se dieron la vuelta: tristes y lamentándose, pero sin gritos amargos ni lamentaciones desesperadas, pues sabían que un día volverían a encontrarlos; y de nuevo se mezclaron con el mundo ajetreado y recuperaron su alegría y su contento. La nube cayó sobre el cuadro y lo ocultó de la vista del sepulturero.

-¿Qué piensas de eso? -preguntó el trasgo volviendo su rostro grande hacia Gabriel Grub.
Gabriel murmuró algo en el sentido de que era muy hermoso y pareció algo avergonzado cuando el trasgo volvió hacia él sus ojos ardientes.

-¡Tú, miserable! -exclamó el trasgo con un tono de gran desprecio-. ¡Tú!

Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación sofocó sus palabras, levantó una de las piernas que tenía dobladas y, tras sostenerla un momento por encima de la cabeza del sepulturero, para asegurar su puntería, le administró a Gabriel Grub una buena y sonora patada; inmediatamente después de eso, todos los trasgos que habían estado aguardando rodearon al infeliz enterrador y lo patearon sin piedad: de acuerdo con la costumbre establecida e invariable entre los cortesanos de la tierra, quienes patean a aquél al que ha pateado la realeza y abrazan a quien la realeza abraza.

-¡Enséñenle algo más! -dijo el rey de los trasgos. Ante esas palabras desapareció la nube revelándose ante su vista un paisaje rico y hermoso; hasta el día de hoy hay otro semejante a menos de un kilómetro de la antigua ciudad abacial. El sol brillaba desde el cielo claro y azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, los árboles parecían más verdes y las flores más alegres bajo su animosa influencia.
El agua corría con un sonido agradable; los árboles rugían bajo el viento ligero que murmuraba entre sus hojas; los pájaros cantaban sobre las ramas; y la alondra gorjeaba desde lo alto su bienvenida a la mañana. Sí, era por la mañana: la mañana brillante y fragante de verano; la más diminuta hoja, la brizna de hierba más pequeña, estaban animadas de vida.

La hormiga se arrastraba dedicada a sus tareas diarias, la mariposa aleteaba y se solazaba bajo los pálidos rayos del sol; miríadas de insectos extendían las alas transparentes y gozaban de su existencia breve pero feliz. El hombre caminaba entusiasmado con la escena; y todo era brillo y esplendor.

-¡Tú, miserable! -exclamó el rey de los trasgos con un tono más despreciativo todavía que el anterior. Y de nuevo el rey de los trasgos levantó una pierna y de nuevo la dejó caer sobre los hombros del enterrador; y otra vez los trasgos que asistían a la reunión imitaron el ejemplo de su jefe.

Muchas veces la nube se fue y regresó, y enseñó muchas lecciones a Gabriel Grub, quien tenía los hombros doloridos por las frecuentes aplicaciones de los pies de los trasgos; pero, aún así, miraba con interés que nada podía disminuir.

Vio a hombres que trabajaban con duro esfuerzo y se ganaban su escaso pan con una vida de trabajo, pero eran alegres y felices; y a los más ignorantes, para quienes el rostro dulce de la naturaleza era una fuente incesante de alegría y gozo.

Vio a aquellos que habían sido delicadamente alimentados y tiernamente criados, alegres ante las privaciones y superiores ante el sufrimiento, quienes habían superado muchas situaciones duras porque llevaban dentro del pecho los materiales de la felicidad, el contento y la paz.

Vio que las mujeres, lo más tierno y frágil de todas la criaturas de Dios, eran a menudo capaces de superar la pena, la adversidad y la tristeza; y vio que era así porque en su corazón llevaban una inagotable fuente de afecto y devoción.

Pero sobre todo vio que hombres como él mismo, que refunfuñaban por el gozo y la alegría de los demás, eran las peores hierbas en la hermosa superficie de la tierra; y poniendo todo el bien del mundo contra el mal, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo era un mundo muy decente y respetable.

Nada más acababa de formarse cuando la nube que ocultó el último cuadro pareció ponerse sobre sus sentidos y llevarle al reposo. Uno a uno los trasgos fueron desapareciendo de su vista; y cuando el último de ellos se hubo ido, se quedó dormido.

Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró tumbado cuan largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el cubrebotellas de mimbre vacío a su lado y la capa, el azadón, y el farol, blanqueados por la helada de la noche anterior, tirados por el suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al trasgo se erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche anterior no estaba lejana.

Al principio empezó a dudar de la realidad de sus aventuras, pero el dolor agudo que sintió en los hombros cuando intentó levantarse le aseguró que las patadas de los trasgos no habían sido ciertamente meras ideas.

Vaciló de nuevo al no encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los trasgos habían jugado al salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero rápidamente se explicó esa circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejarían tras ellos impresiones visibles. Por tanto, Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en cuenta el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo puso y volvió el rostro hacia la ciudad.

Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento de regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y no creerían en su reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó errando hacia donde pudiera, buscándose el pan en otra parte.

Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el cubrebotellas de cestería. Al principio hubo muchas especulaciones acerca del destino del enterrador, pero rápidamente se decidió que se lo habrían llevado los trasgos; y no faltaron algunos testigos muy creíbles que lo habían visto claramente a través del aire a lomos de un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la cola de un oso.

Finalmente acabaron por creer devotamente en todo aquello; y el nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio de un ligero emolumento, un trozo de buen tamaño perteneciente a la veleta de la iglesia que accidentalmente había sido coceada por el caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él mismo recogió en el cementerio uno o dos años después.

Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por la reaparición no esperada del propio Gabriel Grub unos diez años más tarde, como un anciano reumático y andrajoso, pero contento. Le contó su historia al clérigo, y también al alcalde; y con el curso del tiempo aquello se convirtió en parte de la historia, y en esa forma se ha seguido contando hasta hoy.

Los que creyeron en el relato del trozo de veleta, habiendo colocado mal su confianza en otro tiempo, dejaron de predominar y se apartaron de esa historia.

Trataban de parecer lo más sabios que pudieran, encogiéndose de hombros, tocándose la frente y murmurando algo parecido a que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó dormido sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que se suponía que él había presenciado en la caverna de los trasgos diciendo que había visto el mundo y se había hecho más sabio.

Pero esta opinión que en absoluto fue popular en ningún momento, acabó gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la historia tiene al menos una moraleja, aunque no pueda enseñar otra mejor, y es que si un hombre se vuelve taciturno y bebe solo en la época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los espíritus puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a presentar tantas pruebas, como aquellos a los que vio Gabriel Grub en la caverna de los trasgos.

diciembre 04, 2007

La leyenda del Callejón del Diamante

Explorando las calles del centro histórico de la capital de Veracruz; caminando entre el chipi chipi y la neblina de la tarde por sus callecitas estrechas y empedradas pude encontrar un callejón que tiene una historia muy interesante que investigué y decidí compartir con ustedes esta noche.

Someto a la aprobación de la Sociedad de la Media Noche, este relato que titulo, "La Leyenda del Callejón del Diamante"

Callejón del Diamante, escenario de una leyenda

Desde los tiempos de la colonia y hasta nuestros días, existe en Xalapa un callejón estrecho y largo como una serpiente. Es tan angosto, que casi se tocan sus costados y hay tiendas y restaurantes en toda su extensión y es lugar de reunión de estudiantes y bohemios conocido por todos como el Callejón del Diamante.

Hace muchos muchos ayeres en una de las casonas del callejón vivía un matrimonio: ella era una criolla hermosa, esbelta, blanca, garbosa y joven, de cabellera como el azabache, labios rojos y mejillas sonrosadas. Sobresalían dos esmeraldas entre las largas pestañas y unas cejas gruesas y pobladas. Moralmente era un modelo de virtud y ejemplo de esposa enamorada de su marido.

Éste era un caballero español, físicamente bien formado, que amaba a su dulce compañera con toda el alma. A esto hay que agregar que gozaban de una desahogada posición económica.

Cuando la pareja se comprometió, él dio a su futura esposa un anillo con un hermoso diamante negro. Éste era de lo más extraño y en el blanquisimo anular derecho de la dama parecía un ojo diabólico. Esta piedra según cierta superstición, "tiene la rara virtud de aumentar el amor del matrimonio y descubrir la infidelidad de la esposa".

Cuando nuestra dama recibió la joya juró a su galán jamás separarse de ella y al poco tiempo se casaron... pero los juramentos no siempre son muy firmes y durables.

El recio español tenía un amigo, a quien consideraba como un hermano, a quien invitaba siempre a su casa para que convivieran los tres como una familia. Pero entre la dama y el atribulado amigo nació un sentimiento amoroso que aumentaba con las diarias visitas.

Un día que el esposo salió de viaje ella fue a visitar al amigo y sucedió lo inevitable, ese cariño que surgió entre ellos se consumó apasionadamente. No se sabe por qué ella se quitó el anillo y lo dejó en el buró, junto al lecho. Probablemente por temor al poder atribuido a la joya o por un descuido en el ardor del momento. Y se cree que por la misma razón, la zozobra, o una salida repentina la dama olvidó la alhaja.

A su regresó a Xalapa el esposo no se dirigió a su casa, sino fue directamente a la del su amigo, para contarle los pormenores de su viaje y guiado por una fuerza extraña; lo hicieron pasar aunque en ese momento el dueño de la casa estaba ausente. Entró en la alcoba de su amigo y sus ojos se quedaron asombrados al ver el anillo, como esperándolo, mudo testigo de lo que ocurrió días atrás, reposando en el buró.

Disimuladamente se apoderó de la joya y se dirigió a su casa abatido. Llamó a su bella compañera y la esposa salió a recibirlo como si nada hubiera pasado pero al besarle la mano, comprobó que no lucía el anillo rompiendo su promesa de no quitárselo nunca y reafirmando sus sospechas.

Como el destello del relámpago salió a lucir la daga de empuñadura de oro, incrustada de rubíes, que se clavó en el pecho de la infiel. El caballero enloquecido de rabia echó el cadáver de su mujer al callejón y dejó sobre el mismo el anillo delator.

La gente de los alrededores, al enterarse del escándalo salió a ver que ocurría, pues el rumor corrió como la pólvora. Los curiosos que acudían al lugar exclamaban: ¡Vamos a ver el cadáver del diamante! Pero poco a poco la expresión cambió y solo decían ¡Vamos al Callejón del Diamante! nombre que se le quedó al lugar y que la tradición ha mantenido a través del tiempo.

noviembre 23, 2007

Frente al espejo...

El relato de esta noche es un análisis de una leyenda urbana, cuyo origen es incierto pero que ha sido transmitida de generación en generación, con diversos cambios entre países en los que se cuenta.
Someto a la aprobación de la Sociedad de la Media Noche este relato que titulo "Frente al espejo..."

Es de noche, estás en una fiesta acompañado de amigos y de pronto te retan a que te encierres en el baño, con una sola vela como tu única compañía y fuente de luz, con el único propósito de llamar a Bloody Mary, diciendo su nombre varias veces hasta que el espectro aparezca...miras frente a ti y la figura amenazadora de una mujer te acecha desde dentro del espejo, ya no tienes salida, Bloody Mary acudió a tu llamado...

La leyenda urbana de Bloody Mary (conocida como Verónica en algunos países o María Sangrienta en México) es típica de pijamadas y reuniones adolescentes, en la que Mary/Verónica es un personaje sobrenatural que se aparece cuando se repite siete (13 o 3) veces su nombre, delante de un gran espejo, y según otras en cualquier momento o lugar. Una vez hecho esto, esta mujer mata a quien la ha invocado, normalmente con un arma blanca que se encuentre en las cercanías (cuchillos de cocina, navajas, tijeras...) que sale disparada y se clava en el corazón o el cuello de la víctima.

Y ustedes me dirán, ¿de dónde salió todo esto? La leyenda de Verónica/Mary posiblemente sea de las leyendas urbanas más sonadas y extendidas que existen. No resulta fácil establecer su origen, aunque sin duda está ligado a la manifestación de las almas a través del espejo. Esta leyenda, al igual que muchas otras, ha ido mutando a medida que se extendía por distintas zonas.

La leyenda más común explica que se trata de una muchacha muerta durante la pubertad y cuyo espíritu ha quedado atrapado entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Sin embargo, algunas versiones la consideran hija de Satanás.

Mediante prácticas espiritistas es posible evocar su espíritu para efectuar consultas, relacionadas generalmente con el primer amor o la muerte. El ritual se presenta en diversas configuraciones, implicando el uso de objetos cotidianos, como un espejo, unas tijeras y un libro (a menudo, la Biblia).

Según una de las numerosas versiones de la leyenda, nuestro personaje era una joven chica inexperta, la cual sentía curiosidad por leyendas y por el mundo esotérico y por ese motivo se sintió tentada a llevar a cabo el ritual de la ouija y una noche se reunió con sus amigos e invocaron a los muertos.

Pero todo aquello que iniciaron como un juego tuvo sus consecuencias, ya que recibieron un mensaje aterrador: el vaso se movió formando la frase "uno de ustedes morirá esta noche". Todos los jóvenes se encontraban aterrorizados, se estremecieron y pensaron que habían actuado mal. Repentinamente Verónica se levantó aterrorizada, tropezó con una estantería cercana y unas tijeras que se encontraban abiertas cayeron clavándose en su cuello.

Desde entonces se cree que Verónica ha quedado atrapada entre los mundos de los vivos y de los muertos y utiliza los espejos como una ventana para asomarse al mundo de los vivos.

Bloody Mary
La versión norteamericana, dice que decir "Bloody Mary, maté a tu hijo!" O "Creo en Bloody Mary." mientras se usa una vela frente a un espejo en un cuarto a oscuras. En estas variantes, Bloody Mary se consideran a menudo como el espíritu de una madre (a menudo una viuda) que asesinaron a sus hijos, o de una joven madre cuyo bebé fue robado, lo que la hizo enloquecer y que finalmente se suicidó.

En historias donde se supone que Mary fue injustamente acusada de matar a sus hijos, la persona que la quiere invocar podría decir "creo en Mary Worth". Bloody Mary Worth es típicamente descrita como una asesina de niños que vive en la localidad donde la leyenda ha arraigado años atrás. A menudo hay un cementerio local específico o lápida que se convierte adjunta a la leyenda.
Esto es similar a otro juego de la invocación de la bruja de Bell en un espejo a la medianoche. El juego es a veces una prueba de valor y si Mary se aparece, matará en una forma extremadamente violenta a quienes la llamaron, tales como la rasgadura de su rostro, sacarle los ojos, etc. Otras variaciones decir que quien la invoca no debe mirar directamente a ella, sino a su imagen en el espejo, entonces ella le revelará su futuro, en particular sobre el matrimonio y los hijos.

Los estadounidenses creen que nadie jamás debe intentar mencionar 3 veces su nombre; pensarán que es broma pero no lo es, podrían morir y muchas personas evitan decirlo.

Invocando a Mary/Verónica
La leyenda está vinculada a un ritual destinado a invocar a este ser atrapado por la muerte y se ha especulado mucho sobre la forma correcta de invocarla.

Uno de los rituales más comunes pide que se use un libro grande, sagrado y mágico (como la Biblia), en cuyo interior colocas unas tijeras abiertas; en memoria de las tijeras que causaron la muerte a Verónica/Mary.

Otro de los rituales tiene lugar enfrente de un espejo, lo más grande posible. Con las luces apagadas y velas encendidas se pronuncias el nombre de Verónica o Mary (en este caso Bloody Mary) un número determinado de veces y de esa manera aparecerá la imagen esta mujer reflejada en el espejo, lo cual tendrá unas consecuencias desastrosas.
Una variante nos dice que además del espejo, con las luces apagadas, hay que girar en círculos mientras vas diciendo el nombre, comenzando por un murmullo, que va subiendo de tono cada vez más hasta ser casi un grito. En ese momento verás a Verónica o Mary, asomándose desde el espejo.
Orígenes
El origen de la leyenda surge de el uso de los espejos para invocar a los espíritus y la creencia que los espejos eran puertas interdimensionales por las que los espíritus, demonios o seres de oscuridad podían llegar a nuestro mundo.

Otro punto que causó el inicio de esta leyenda tiene que ver con una costumbre de Noche de Brujas que se realizaba en la época medieval y victoriana: las damas casaderas tomaban un espejo de mano, y al sonar la media noche debían subir una escalera caminando hacia atrás, a oscuras y sosteniendo en una mano el espejo y en la otra una vela encendida. En el reflejo del espejo verían la imagen de su futuro esposo. Pero si ellas veían en lugar de su prometido, una cara como calavera, esto quería decir que estaban destinadas a morir antes de casarse.

Como les dije antes, esta leyenda urbana ha ido transformándose con el paso del tiempo, pr ejemplo, en las primeras versiones de la leyenda de Verónica o Bloody Mary no aparecía su imagen dentro de un espejo, sino reflejada sobre la superficie del agua de un barril. Verónica/Mary ha aparecido de numerosas formas, unas veces identificada como la misma hija del Diablo, otras como su novia, incluso multiplicando su número no a una sino a 3 mujeres.

Explicación
La aparición de una figura fantasmal en el espejo podría ser explicado de una manera muy sencilla para los rituales más complejos, por ejemplo girando en torno a la convocatoria de Bloody Mary, frente a un espejo iluminado por velas.
La combinación de los mareos, el rápido movimiento y parpadeo de luz podría engañar fácilmente en el ojo de ver a alguien, sobre todo cuando la idea ya se ha implantado, contando la historia antes de hacer el ritual. El participante puede pensar que han visto un espíritu, es, sin embargo, lomás probable es que un truco de los ojos llevado por la combinación de la oscuridad y el miedo es lo que hace que veas algo.

Como toda leyenda urbana tiene un trasfondo, el de Bloody Mary/Verónica nos dice que no hay que meternos con cosas que no entendemos (la ouija o rituales para llamar a los muertos) porque hay consecuencias.
Yo les puedo decir que lo mejor en estos casos es no intentar meterse con cosas que no conocemos, y si deciden tratar de ver a Verónica o Bloody Mary afronten las consecuencias de invocarla...[y luego me cuentan si la vieron o no ;) ]

noviembre 09, 2007

La Promesa Rota

La narración de esta noche, procede de una leyenda popular japonesa, leída en la infancia y que hace unos añitos adapté para un concurso de cuento corto.

Someto a la aprobación de la Sociedad de la Media Noche, esta historia que titulo: "La Promesa Rota"

-No tengo miedo de morir - dijo la Reina en su lecho de muerte -Estoy serena pero tengo una sola preocupación, amado mío, pues deseo saber quién ocupará mi lugar cuando me haya ido.

-Querida mía, - contestó el acongojado Rey -Nadie ocupará tu lugar jamás en mi castillo ni en mi corazón, eres la unica mujer que he amado y no me volveré a casar.

En el momento en que el Rey hubo dicho esto, hablaba desde el fondo de su alma, pues amaba a su esposa y compañera a quien estaba a punto de perder a manos de la tuberculosis.

- ¿Lo juras por tu honor de caballero? -preguntó la Reina con una débil sonrisa y tomándole la mano.

-Por mi honor de caballero, lo juro - y la besó en la frente.

-Entonces amado mío, deseo que me concedas una última voluntad. Me gustaría ser enterrada en el jardín de palacio, el de enfrente de nuestra habitación y bajo la sombra del roble que juntos plantamos y rodeada de mis amadas flores. Hace mucho tiempo quería comentarte esto, pues pensé que si querías casarte de nuevo, no querrías tener mi tumba tan cerca. Ahora que has prometido que ninguna otra mujer ocupará mi lugar no tengo ninguna duda en expresarte mis deseos. ¡Deseo tanto ser enterrada en nuestro jardín! Pienso que así podré a veces escuchar tu voz y ver las flores en la primavera, además de una campanilla como las que usan en la iglesia, de plata.- y suspiró.

-Todo será como desees, pero no hables de tu entierro, aún hay esperanzas.

-No las hay, moriré en la mañana y ya nada puedes hacer, pero ¿cumplirás tu promesa y me enterrarás en el jardín como me prometiste?

-¡Sí! - contestó enérgicamente el Rey y rompió a llorar -Tendrás todo lo que deseas.

-Entonces puedo morir en paz y cerró sus ojos lanzando el último suspiro, mientras una serena sonrisa se dibujaba en su rostro. ¡Se veía tan hermosa!

El Rey hizo lo que su amada esposa le pidió, al pie de la letra. Erigió una hermosa tumba en el jardín, junto a su lecho favorito de flores y a la sombra de su roble. También en su féretro, había una campanilla de plata, justo como lo había pedido.

Pasó el tiempo y el Rey se sintió un poco solo, pues no tenía hijos ni otra compañía mas que la de sus cortesanos y la servidumbre de palacio. Su familia constantemente lo asediaba con posibles pretendientes, para convencerlo que se casara de nuevo y argumentando que no habían herederos al trono y que su reino y fortuna se perderían.

Después de unos meses de escuchar esta letanía día y noche el Rey aceptó y contrajo nupcias con princesa de un Reino vecino, joven, virtuosa e inteligente, que pronto quedó encinta asegurando el porvenir de su caudal.

Pocos días después de la noticia de que la nueva Reina estaba encinta, se desató una terrible guerra, pues los Turcos amenzaban con invadir el reino, por lo que el Rey tuvo que marcharse a la batalla y dejar a la Reina por primera vez sola en el castillo.

Esa noche hubo una gran tormenta, terrible, el viento soplaba y uluaba por los pasillos del solitario castillo. La Reina se sentía inquieta sin saber por qué y no podía conciliar el sueño. Los perros aullaban de una manera que helaba la sangre y entre el fragor de la tormenta se escuchaba a lo lejos una campanilla de plata. Este sonido, extraño en una tormenta como esta, heló la sangre de la reina que paralizada no podía moverse y no podía gritarle a su dama de compañía, que dormía en un rincón.


La campana parecía que sonaba desde fuera de su cuarto, por el jardín, y cada vez se escuchaba más cerca y ¡como aullaban esos perros!. El viento golpeaba las ventanas como si quisiera romperlas y en la oscuridad de su cuarto la joven Reina pudo distinguir una sombra, una sombra que la acechaba...


¡Cerca y más cerca se escuchaba la campana! Y al sonar la media noche, la hora de las brujas, pudo ver claramente la figura que la atormentaba, era la de una mujer amortajada, con cabellos que flotaban al viento y sin ojos. El horrible espectro se acercó más y habló:

-¡No en este castillo, no te quedaras aqui! Deberás marcharte al amanecer, y no le dirás a nadie la razón de tu partida. ¡Si le dices una sola palabra...te mataré!

La Reina al escuchar estas palabras se desmayó y el espectro desapareció.

A la mañana siguiente la joven mujer permaneció inquieta y angustiada, esperando noticias de su esposo y pensando que la aparición había sido producto de su nerviosismo y su imaginación, por lo que no le dio importancia al mensaje y se tranquilizó. Sin embargo, no comentó con nadie lo ocurrido, recordando un poco la advertencia del espectro y temiendo que la tomaran por una loca.

La siguiente noche, nuevamente el espectro se le apareció, respetando la hora y con el tañir de la campana como aviso que la precedía. Le dijo la misma advertencia, pero esta vez gimiendo y llorando y logrando que la Reina no pudiera pegar ojo en toda la noche.

Pasó el día triste, sin que nadie pudiera alegrarla, hasta que se presentó el Rey, que regresó al castillo para reabastecer a sus hombres y ver a su esposa, a quien encontró llorando en un rincón de su cuarto.

- ¿Por qué lloras mi señora?

- Te suplico dijo la Reina arrodillándose - perdones mi ingratitud y me dejes partir de regreso al reino de mi padre. No puedo continuar aquí ni un minuto más.

- ¿Acaso no eres feliz aquí? ¿Es que alguno de mis servidores te ha hecho daño o molestado durante mi ausencia? - preguntó extrañado el Rey ante tan abrupta petición.

- Todos han sido muy buenos conmigo, las razones de mi partida no puedo revelártelas, sólo sé que no puedo seguir siendo tu esposa ni tu reina y debo marcharme.

- Pero querida mía, es muy extraña tu actitud y es muy doloroso para mí separarme de tí, pues no puedo imaginar por qué quieres marcharte. Por favor, piensa bien las cosas.

- Si no me dejas ir, moriré y se soltó a llorar amargamente.

El Rey permaneció callado un momento, tratando en vano de pensar en alguna razón para que su esposa le pidiera marcharse. Después de un rato, el Rey le dijo serenamente:

- No veo necesidad de mandarte de regreso a tu reino si no me das una buena razón. Si me dices qué es lo que ocurre, entonces podré pensar en la forma de dejarte ir ¿acaso no me tienes confianza?

La Reina ante tales palabras se sintió obligada a hablar. Le contó lo que sucedió con lujo de detalles, añadiendo con terror:

- ¡Ahora que te lo he dicho todo, ella me matará!

El Rey era una persona sensata, práctica y no creía en historias de fantasmas. Se encontraba asombrado por la historia contada por su joven esposa y trató de buscar una explicación plausible y racional a todo lo que ocurrió, con lo que tranquilizó a su esposa, diciéndole que era la soledad, combinada con el temor por la guerra y la tormenta que le habían jugado una mala pasada. Le habló con tanto cariño y confianza que la Reina terminó por creerle y decidió quedarse.

- No estarás sola esta noche amada mía, aunque tengo que partir de vuelta al campo de batalla, dejaré a dos de mis mejores hombres par auqe te cuiden y no dejen que vuelvas a imaginar escenas tan aterradoras.

Esa misma noche, el Rey partió, dejando a sus dos mejores caballeros en compañía de la Reina, con órdenes estrictas de cuidarla con su propia vida. Los hombres contaron historias agradables a la reina, jugaron ajedrez, cantaron y rieron, todo para distraer a la reina de sus temores.

Cuando era hora de dormir, la Reina se retiró a su lecho, mientras que los guardias se acomodaron en una esquina de la habitación, detrás de un biombo para no despertarla y continuaron con su partida de ajedrez.

A la media noche, la Reina despertó con un grito de terror pues a lo lejos escuchó un ruido amenazador...¡La Campana! Y se iba acercando cada vez más.

Gritó, pero nadie acudió en su auxilio. Se levantó de la cama, asustada y agitada y corrió hacia los guardias reales, pero ninguno se movía. Permanecían fijos, como estatuas ante su juego de ajedrez, mirando al espacio con ojos vidriosos y fijos. Por mas que los sacudió, les gritó y los movió, no pudo despertarlos, era un letargo como de muerte.

Al amanecer los guardias de palacio despertaron frente a su juego, dijeron haber escuchado una campanilla en el cuarto durante la noche y los gritos de la Reina, pero no podían moverse ni hablar, era como si un sueño pesado los hubiera envuelto y del que apenas habían podido despertar.

La Reina había desaparecido y por mas que la buscaron por el castillo entero, no pudieron hallarla...

noviembre 07, 2007

La Niña del Ángel

Esta primera narración, que inaugura este blog sobre lo paranormal, lo inaudito y lo asombroso tiene lugar en la ciudad de Orizaba, en el estado de Veracruz. Es una leyenda local que tiene más de 100 años y que sigue siendo contada tanto a los lugareños como a los visitantes. Someto a la aprobación de la sociedad de la Media Noche, la siguiente narración que titulo:"La Niña del Ángel"

El 1 de agosto de 1884 el que ahora se llama panteón municipal "Juan de la Luz Enríquez" abrió sus puertas para servir como camposanto y lugar de entierro para los ciudadanos de Orizaba. Como dato, hasta su clausura, el camposanto albergó durante sus 25 años de funciones, cerca de 35 mil 400 cadáveres.Este panteón, es visitado por muchos turistas gracias a los hermosos mausoleos que alberga, vistiendo su extensión de un pacífico color blanco, extensión en la que se encuentran varias leyendas, historias y relatos sobrenaturales.

Uno de los monumentos más hermosos de la ciudad, una tumba al interior de este panteón.En este sepulcro descansan los restos de la niña Ana María Dolores Segura y Couto, fallecida en 1908, a los dos años y tres meses de edad víctima de la meningitis.

Tras su muerte, los padres de Ana María no podían acompañar el cuerpo de la pequeña, pues vivían en la ciudad de México, por lo que pidieron a un arquitecto que construyera un exquisito monumento en mármol de Carrara, en imagen y semejanza y al tamaño natural de la niña al morir como un homenaje póstumo a su pequeñita.

El escultor realizó el encargo representando a la niña acostada en su cama, custodiada por un ángel guardián. Detalló casi a la perfección la escena, desde los pliegues de las sábanas y la ropa, los adornos de la cama y las alas del ángel, hasta el cabello, las facciones y principalmente los ojos de la pequeña, incluso, hay quienes afirman que éstos siguen a las personas que caminan cerca de ella y que en algunas noches adquieren una luz propia y un brillo sobrenatural.


 Sepulcro de Ana María, con su Ángel y sus flores

El ángel por más de 100 años y día tras día asume su papel de guardían de la niña, y la protege en todo momento de la luz del sol, la lluvia y cualquier cambio climático que se avecine, pues con vida propia se va girando o moviendo para que la pequeña no sufra ni frío, ni se moje ni tenga calor.

Ana María, la nena ahi enterrada, después de casi 100 años de su muerte y cuando su ángel duerme, se levanta de su tumba y deambula por el panteón buscando a sus padres, robándose flores de los cercanos puestos y dulces y juguetes de las casas cercanas.


Acercamiento a la dulce carita de Ana María

Los visitantes se asombran de que en cualquier fecha del año, Ana María tiene siempre flores frescas en su tumba, dulces y juguetes y a pesar de que ya han pasado casi 100 años de su muerte y entierro, el mármol y el monumento se encuentran en perfectas condiciones, como si fuera nuevo.

Normalmente quien visita a esta niña y su ángel, son turistas, y se sabe que no tiene ningún familiar que la sobreviva que se encargue del mantenimiento de la tumba o de llevarle diariamente las flores que ostenta, por lo que su conservación y que diario tenga flores sigue siendo un misterio.

Así que si de casualidad se encuentran en Orizaba, no dejen de visitar el panteón "Juan de la Luz Enríquez" y de ver con sus propios ojos a la niña con su ángel guardián, quien quita y ven al ángel en acción o a la propia Ana María rondando por el panteón.